Para abrir este capítulo he elegido esta instantánea que me cautivó en las afueras de San Petersburgo, con una preciosa fragata atracada en el rio Volchow, y en primer plano un viejo marino (yo) haciéndole carantoñas a una bella joven, algo fría y distante. El manido mito de la novia en cada puerto.

Fue Gerardo Orellana, el marido de mi seño Benita Escudero (la de los seis años del bachillerato), quien imbuyó en mi cabeza la idea de estudiar para navegar. Él era Oficial Radiotelegrafista en la Compañía Trasatlántica, y comenzó a inflar mi virginal mente de viajes a lugares exóticos, haciéndome sentir protagonista de las novelas de Julio Verne o Emilio Salgari. No me dijo entonces lo del amor en cada puerto porque yo aún era impúber, pero logró desbocar mi imaginación -de por sí muy vívida y perceptiva-, y sin pensarlo más me matriculé en la Escuela Oficial de Telecomunicación, en la madrileña calle de Conde de Peñalver.

            Dos años y medio después juraba yo solemnemente guardar el secreto de las Comunicaciones, de rodillas, frente a un crucifijo, con un velón encendido, sosteniendo la Biblia con mi mano en un altar cubierto por la bandera roja y gualda. Acabado el impactante ritual, el Director de Estudios me dio mi flamante título de Oficial Radiotelegrafista de la Marina Mercante de 2ª Clase, con el que una semana después, con tan sólo 19 añitos de edad, comenzaba mi primera singladura partiendo de Avilés rumbo a los Estados Unidos, en un barco de bandera panameña llamado Kori.

            Puedo decir que en los años que navegué conocí los tres grandes océanos, Atlántico, Pacífico e Indico, y muchas de las tierras que se asoman a sus orillas. No llegué a surcar los míticos siete mares, porque son eso, míticos. En cambio sí que me adentré en aguas árticas y antárticas, donde tormentas eléctricas y la proximidad a los polos magnéticos terrestres, me regalaron el inquietante espectáculo del fuego de San Telmo, así como el sobrecogedor esplendor de las auroras polares.

            La mar, fue una durísima forja para mí. Empleo el género femenino deliberadamente porque la mar me mostró su belleza y esplendor de mil y una maneras diferentes, pero también su ira y su fuerza estrujando barcos como si fueran minúsculos juguetes. La vi devorar sin piedad con sus fauces espumosas, a otros marinos que, como yo, sólo rezábamos para arribar vivos al siguiente puerto. Un viejo lobo de mar, cuando esos especímenes aún existían, me sentenció al ver mi cara imberbe: “Hay tres clases de hombres: los vivos, los muertos y los que navegan.” ¡Qué razón tenía!

            Las fotografías que he seleccionado para este capítulo de mi vida, son demasiado escasas, simplemente según han ido apareciendo en álbumes, cajas, en olvidados rincones de buhardillas y trasteros. Pero otras irán surgiendo y si merecen la pena, acabarán acomodándose en este capítulo.

            Echando un vistazo se saca una conclusión evidente: Medio siglo después de mi primera singladura, mi mente y mi espíritu siguen venteando el salitre de la mar.