Cayetano García sobrevivió a la cadena de explosiones y al naufragio del ‘superpetrolero’ al sur de Canarias, en el que fallecieron 36 de los 43 tripulantes, 12 de ellos isleños.

Cayetano García García tenía 23 años cuando se embarcó, en 1980, en el María Alejandra, un petrolero español de última generación que apenas llevaba un lustro de navegación. El joven maquinista tinerfeño nunca imaginó que dos semanas después de que un helicóptero lo dejara por primera vez sobre su cubierta, en una de sus escalas en Las Palmas de Gran Canaria, el coloso de la empresa Mar Oil S.A. acabaría, días después, en el fondo del mar junto a los cuerpos de la mayoría de sus compañeros.
La mole, de 327 metros de eslora y 122.600 toneladas brutas, cubría habitualmente la ruta entre Ras Tanura, provincia oriental de Arabia Saudita, en el Golfo Pérsico, donde llenaba sus tanques de crudo, y Algeciras, con escalas en Canarias. El 11 de marzo de 1980, tras la parada técnica en el Archipiélago, el barco se dirigía al Cabo de Buena Esperanza. Cayetano había terminado, a las 12, sus cuatro horas de guardia. Por la mañana participó en la limpieza de los tanques después de que, durante la descarga en Algeciras, se detectaran algunos problemas con los ventiladores del gas inerte, fluido que ocupa los espacios que quedan vacíos en los tanques a medida que desciende la carga.
“Empezamos la limpieza y trabajamos con una bomba de lastre, las calderas no generaban gas suficiente de buena calidad y estuvimos toda la mañana luchando con este tema, aunque se revisó la instalación y no se encontró ninguna anomalía. El problema es que, prácticamente, no había consumo, la caldera trabajaba al 10% de su producción”, recuerda Cayetano, en una entrevista concedida esta semana a DIARIO DE AVISOS con motivo del 45 aniversario del naufragio.
Una vez finalizado su turno de guardia, almorzó, y a las 13.00 horas regresó a las máquinas. El barco navegaba a 490 millas al sur de Canarias y a 67 del faro de Cabo Blanco (Mauritania). Comentó con el compañero al frente de la vigilancia la conveniencia de revisar la instalación por si se detectaba alguna incidencia con el oxígeno. Y en ese momento se dirigió al ascensor para acceder a la parte superior de la sala de máquinas y chequear los ventiladores.
A las 13.30 horas, Cayetano se introdujo en el ascensor junto a un compañero engrasador, también tinerfeño, que le doblaba en edad. De repente, cuando la cabina había ascendido un par de plantas, sintieron una fuerte explosión. “Aquello no fue rápido, sino instantáneo. Sin terminar de sacudirse el barco, llegó la segunda, aún más potente, que bloqueó el ascensor y nos dejó sin luz. Por un pequeño hueco veíamos el reflejo del fuego y, en ese momento, llegaron otras dos explosiones más. Le dije al compañero que había que salir rápido de allí, pero él se quedó en el ascensor. Nunca más lo vi. Salí por la trampilla que estaba en la parte alta de la cabina y fui derecho para arriba por el hueco del ascensor a través de la escalera de emergencia. Empezaba a notar que el barco se escoraba, pero no sabía realmente lo que estaba pasando fuera”.
El maquinista tinerfeño recuerda que vio claridad en la parte alta, por lo que dedujo que la puerta de emergencia, en la parte trasera del puente, se hallaba abierta. “Subí entre resbalones por la grasa y, cuando llegué arriba y pisé la cubierta, el agua ya estaba ahí. El barco se hundía y eso que yo me encontraba en una de las partes más altas de la superestructura”.
Su mente, entonces, comenzó a procesar a toda velocidad una opción para escapar de aquel infierno. “Iba con la intención de tirarme al agua para evitar quedarme trabado en alguna barandilla, pero no hizo falta porque el mar me vino a buscar y me arrastró. Saqué la cabeza como pude, pero después vino la succión por el hundimiento parcial, que fue el momento más crítico, y ahí pensé: hasta aquí llegué. Pero, no sé cómo, conseguí subir a la superficie extenuado; vi entonces el fuego en el mar, escuché pequeñas explosiones, resoplidos de gases y vapores, y me fijé en que había objetos sueltos flotando. Miré a qué me podía agarrar en medio de olas de dos y tres metros que me llevaban contra la mole, que no se hundió del todo hasta que se hizo de noche”.
Pudo acercarse a una pequeña balsa “rígida”, en desuso, a la que obligaba la normativa italiana cuando el barco se construyó, aunque su destino final no sería una empresa de ese país. “Con las explosiones, salió despedida la balsa, dividida en tres partes. Logré alcanzar el trozo central y ahí aguanté. Con la ayuda de un pequeño remo que llevaba la balsa empecé a alejarme, esa era mi prioridad”.
Después de sobrevivir a las explosiones y a la succión, el náufrago del Porís de Abona empezó a asumir su nueva realidad a merced de las olas y las corrientes. “Pensé que tenía que pasar toda la noche, recuperarme del agotamiento y ya vería por la mañana, aunque tenía claro que sin bebida ni comida no podía mantenerme con vida mucho tiempo. Las reducidas dimensiones del trozo de bote le obligaban a encogerse, manteniendo las piernas recogidas para evitar el contacto con el agua: “Acondicioné como pude la balsa con un toldo que había y una barra, para descansar un poco con la cabeza levantada y tratar de abrigarme para pasar la noche. Procuraba evitar la ansiedad estando lo más tranquilo posible y muy atento a cualquier cosa; a veces me parecía ver alguna sombra, pero no quería ni pensarlo porque me podía volver loco”.
“PENSÉ QUE ESTABA SOLO”
A última hora de la tarde, sintió una angustia que agravó su maltrecho estado anímico: “Reparé en que me encontraba solo en medio del océano, estaba convencido de que no había más compañeros supervivientes porque no había visto ni escuchado a ninguno”.
Horas más tarde, ya de noche cerrada, experimentó una sensación de alivio al descubrir que no todos sus compañeros habían muerto en el accidente: “Serían las 10 o las 11 de la noche cuando vi que alguien estaba intentando lanzar una bengala. Las primeras fallaron, pero hubo una que se encendió e iluminó el cielo un par de minutos. Ahí supe que había algún superviviente más, me llevé una alegría. Seguidamente, vi luces de linterna en un bote”.
La alegría se multiplicó al comprobar que la bengala lanzada al cielo del Atlántico –y que provocaría quemaduras en las manos al náufrago que la lanzó- surtió efecto. La tripulación del buque liberiano Sequoia captó la señal de alerta y puso rumbo a la zona cero de la catástrofe: “Tuvimos la gran suerte de que vieron esa bengala, esa fue nuestra salvación. Cuando me di cuenta de que unas luces muy lejanas se empezaban a acercar, sentí una alegría terrible”.
EL MOMENTO DEL RESCATE
El rescate fue otra odisea. Cuando el buque salvador se dirigía a la otra balsa, en la que flotaban cinco tripulantes del María Alejandra, casi se lleva por delante a Cayetano. “El barco me vio, porque iba despacio, con las luces encendidas y gente en cubierta. No navegaba, sino que empujaba el agua, que iba separando, por lo que en vez de acercarme, me alejaba. Yo me ponía de pie y me caía; si no me cogía el foco en una cresta de la ola, era imposible que me vieran”.
Para colmo de males, cuando le apuntó el cañón de luz se fundió la bombilla y, además, el barco llevaba tanta inercia que siguió de largo. “En ese momento quise pensar: ya me vieron, ya saben que estoy aquí, pero pasaron más de dos horas hasta que acudieron al rescate en plena madrugada. Para mí aquello fue una eternidad”.
Finalmente, Cayetano pudo abandonar el trozo de balsa con el que se mantuvo a flote durante más de 10 horas. Se agarró a un aro salvavidas sujeto a una cuerda que le lanzaron desde el buque y fue arrastrado hasta la zona de popa, donde pudo acceder a través de dos escalas, una de gato y otra real.
“Cuando subí al barco ni veía, tenía mucha sed después de haber vomitado y tragar agua de mar, pero no me dieron líquido sino una especie de compota. Poco a poco me fui aclarando y vi entonces a cinco de mis compañeros, todos estábamos en shock, zumbados, en una nube, como si no hubiéramos asimilado lo que nos había pasado. Entonces, empezamos a preguntarnos si había más supervivientes, si no había, qué más sabíamos, qué fue lo que pasó…”.
Cayetano fue el encargado de comunicar el naufragio a través de una conexión telefónica con un inspector de máquinas, el único contacto que consiguieron los supervivientes tras conectar previamente con una central de comunicaciones en Holanda: “Le expliqué lo que nos había pasado, eran casi las 5 de la mañana”. A partir de ahí se dio la alerta y se activó el operativo de búsqueda y salvamento.
“Nos quedamos en la zona hasta el anochecer del día siguiente. A eso de las 11 ya habían medios suficientes y salimos hacia Las Palmas, donde llegamos en helicóptero”. Allí recibió un regalo que conserva como un tesoro: la bombilla del foco que le apuntó en alta mar desde el Sequoia y que, minutos después, se fundió.
Un petrolero noruego, el Thorshavet, localizó y salvó al séptimo de los trabajadores que salieron con vida del siniestro. Se recuperaron siete cadáveres (tres tripulantes tinerfeños, un grancanario, dos gallegos y un melillense) y 29 personas se dieron por desaparecidas, entre ellas el capitán, Alfredo Videa Ansoleaga, de 45 años, vizcaíno residente en Santa Cruz de Tenerife. En la relación de trabajadores que nunca se encontraron figuraban cinco tinerfeños, un gomero y un lanzaroteño.
ASCENSOR SALVADOR
A la pregunta de por qué cree que se salvó, Cayetano, hoy padre de un varón y dos mujeres (una de ellas lleva el nombre del barco) no duda ni un instante en responder: “Porque estaba dentro del ascensor, que es una estructura reforzada, eso me protegió de la explosión, y porque después salí derecho hacia arriba sin coger una escalera y otra, ya que no habría llegado a tiempo desde donde me encontraba, en las máquinas. Fui el único que escapó de allí”.
El ascensor, un trozo de balsa, una bengala, la única que no falló, un buque que vio el resplandor en medio de la noche y un foco que le apuntó a tiempo se alinearon aquel fatídico 11 de marzo de 1980 para que Cayetano le hiciera una pirueta a la muerte, que, en cambio, resultó implacable para 36 compañeros suyos. 45 años después, confiesa: “Nunca le tuve miedo al mar, aquello fue un accidente”.
Fuente:elespanol.com
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