En el momento en el que el Costa Concordia impactó contra las rocas sumergidas que causarían su naufragio, ** gran parte de los pasajeros se divertía en el salón principal batiendo palmas y cantando a voz en grito Volare (Nel blu dipinto di blu) .** Pocas ideas resumen mejor el espíritu del mayor accidente naval de Europa en lo que va de siglo: el vodevil y la tragedia, cogidos de la mano. Lo hilarante y lo terrorífico, juntos y entremezclados.

Comparar el caso del Costa Concordia con el del Titanic podrá ser frívolo y algo forzado, pero resulta inevitable. Sucedieron con un siglo de diferencia (el Titanic se hundió el 15 de abril de 1912 y el Costa Concordia el 13 de enero de 2012) , acontecieron en barcos de recreo de gran tamaño que se creían ajenos a cualquier hundimiento y ambas fueron tragedias muy mediáticas que captaron la atención del mundo de forma inmediata. Y, sobre todo, los dos explican su época mejor que muchos tratados históricos.

Cada barco contiene un mundo, y si el Titanic llevaba a lo más granado de la alta sociedad de su época en la cubierta de primera clase (su botadura fue un acontecimiento, ¡era insumergible!) , en la zona de tercera se hacinaban los emigrantes que huían de la miseria de Europa en busca de una vida mejor en la floreciente América. El Costa Concordia, con su decoración de máquina tragaperras, su casino “Barcelona” decorado con trencadís, su bar “Scuderia” lleno de motivos de Fórmula 1, su teatro, sus neones y su oropel, representaba otra época: la del lujo accesible. La mayoría de su pasaje estaba compuesto por clase media de distintos países que viajaba en un crucero ya no porque fuera millonaria y disfrutase de un ocio perpetuo, ni porque fuese paupérrima y se viese obligada a echarse a la mar (como ocurre a diario también en el Mediterráneo) , sino porque era su viaje de novios, el sueño de su jubilación o el dispendio familiar que podían permitirse ahorrando a lo largo del año.

La sensación de irrealidad, de “esto que está sucediendo es imposible”, también es común en todos los relatos de los supervivientes. En el caso del Titanic, el hundimiento de un barco que se decía prodigio de la técnica e insumergible se produjo en el viaje inaugural, ironía amarga en la que algunos quisieron ver un castigo a la vanidad humana y ecos del vuelo de Ícaro. En el caso del Costa Concordia, la idea de que un barco con 4000 personas en crucero por el Mediterráneo se hunda a apenas 100 metros de la costa italiana en los tiempos del GPS y la navegación por satélite, resulta poco más que un chiste sin gracia.

Para los supervivientes, además, el transatlántico británico convertido en paradigma fue una referencia obvia durante su accidente. “Me sentía como Rambo en Titanic” declaró a Vanity Fair uno de los protagonistas, poniendo en palabras el sentimiento de irrealidad común entre los que experimentan acontecimientos dramáticos que acostumbramos a vivir a través de una pantalla y que cuando nos ocurren a nosotros tenemos que recurrir a la ficción para interpretar. “ Gracias a ver Titanic nos hemos salvado ”, contaría la pasajera Miriam, que posteriormente concursaría en Gran Hermano, en unas declaraciones a medio camino entre el dramatismo y el sainete.

Sainete porque en un accidente que se saldó con 32 pasajeros muertos, varios heridos y miles de personas que temieron seriamente por su vida, la astracanada estuvo también presente, encarnada sobre todo en la figura del capitán Schettino. Su presencia aporta una narrativa que hace parecer este acontecimiento real una ficción, porque encarna como pocos la figura del villano oficial de la historia –con un toque humorístico- con declaraciones como “Resbalé y caí en un bote salvavidas” para explicar por qué había abandonado el barco en medio del caos, cuando miles de personas se encontraban atrapadas en él. Por no faltar, no le falta ni el toque de alegre follarín, pues viajaba en el barco acompañado por su amante moldava, la joven Domnica Cemortan, que defendió su inocencia y la corrección de su actuación hasta el final.

Schettino no es sólo el villano perfecto por la cobardía mostrada durante las horas en las que el barco comenzó a hundirse y se escoró hasta quedar varado junto a las rocas (indescriptibles son las conversaciones telefónicas con la guarda costera, en las que a voz en grito le instan a volver al barco ) , sino también porque, según la sentencia que le condenaría a 16 años de prisión, él fue el único responsable del accidente. Al realizar una maniobra llamada “el saludo” al pasar frente a la costa de la isla de Giglio, de donde era el jefe de comedores del barco, ** ignoró la presencia de unas rocas cercanas, calculó mal la distancia, iba demasiado rápido y, por si fuera poco, estaba hablando por teléfono mientras dirigía el timón.**

Los propios medios italianos vieron en él la representación de todos los males de su país: los tópicos negativos de la italianidad hechos persona, y al mando de un barco.También hubo espacio para los héroes, como Gregorio de Falco, el capitán del puerto de Livorno que abroncó a Schettino, el almirante Ilarione Dell’Anna, que coordinó el rescate, Mario Pellegrini, el vicealcalde de Giglio que no dudó en acudir al barco en pleno hundimiento para ayudar a organizar las tareas de rescate, o los bomberos, buzos y policías que ayudaron a la evacuación del barco, pero la figura de Schettino es la que ha permanecido en el imaginario colectivo.

La descorazonadora moraleja es que no importa cuántos prodigios de la técnica tengamos: siempre podremos contar con la estupidez humana. Y la espeluznante conclusión es que, si no hubo más víctimas, fue por estar tan cerca de la costa (que también fue, por otra parte, lo que produjo la brecha que conduciría a la inundación de los compartimentos estancos y al volcado de la nave) . No había suficientes botes salvavidas y el ensayo de cómo actuar en caso de emergencia no se había producido todavía –estaba previsto para el día siguiente-.

Quedó demostrado también que, una vez más, la pátina de orden y seguridad que sustentan nuestra sociedad son más frágiles de lo que pensamos, y basta un instante para que todo se derrumbe y cunda el caos. 4000 personas salieron con vida del Costa Concordia, pero si el accidente se hubiese producido en medio del Atlántico y no en el Tirreno, con barcas yendo y viniendo desde la costa para ayudar a la evacuación de los tripulantes y algunos de los mismos alcanzando la costa a nado, la pérdida de vidas habría sido mucho mayor.

Igual que en el Titanic el telégrafo hizo volar la noticia de su desaparición por todo el mundo horas después de que se produjese, aquí las nuevas tecnologías también jugaron su papel: la hermana del jefe de comedores publicó en su Facebook que el Costa Concordia pasaría frente a Giglio , un detalle que revelaría que el deseo de realizar la maniobra del saludo estaba prevista de antemano. Otra constante que muestra de forma inequívoca el signo de nuestros tiempos. Al lado de la potencia de las escenas grabadas por los protagonistas, brilla con fuerza la imagen del enorme barco volcado sobre su costado derecho. Dos años permaneció allí, frente a Giglio, oxidándose y haciendo temer un desastre ecológico, hasta que fue reflotado y remolcado hasta Génova para su desguace. La imagen no se quedó en los telediarios y periódicos, sino que se hizo un hueco también en la película italiana más relevante de los últimos tiempos, La gran belleza de Paolo Sorrentino, en la que el protagonista lo contemplaba pensativo.mpos es el uso de los móviles. Hoy, contamos con numerosas imágenes de los pasajeros apiñados en la cubierta esperando para subir en los botes salvavidas, de los platos rompiéndose al caer de las estanterías, del agua avanzando mojando la moqueta o descendiendo por las escaleras gracias a los pasajeros y tripulantes que grabaron con sus móviles todo lo que les estaba sucediendo. Incluso en medio de un naufragio y temiendo por nuestra vida, el deseo de dejar constancia de lo que nos ocurre está ya imbricado de forma profunda en nuestro córtex cerebral.

Al lado de la potencia de las escenas grabadas por los protagonistas, brilla con fuerza la imagen del enorme barco volcado sobre su costado derecho. Dos años permaneció allí, frente a Giglio, oxidándose y haciendo temer un desastre ecológico, hasta que fue reflotado y remolcado hasta Génova para su desguace. La imagen no se quedó en los telediarios y periódicos, sino que se hizo un hueco también en la película italiana más relevante de los últimos tiempos, La gran belleza de Paolo Sorrentino, en la que el protagonista lo contemplaba pensativo.

Hoy, los sucesos se convierten en relato casi al momento, como sucedió con el tsunami de Tailandia y “Lo imposible”, y la del Costa Concordia es una idea demasiado jugosa como para no ver en ella una metáfora. Metáfora de Italia, metáfora de Berlusconi, metáfora de la Unión Europea… las lecturas son infinitas y un poco gratuitas, pero lo cierto es que el Costa Concordia no representa un personaje, país o institución: es una tragedia que nos define a todos, el retrato de la sociedad y del momento histórico actuales, con lecturas extrapolables a cualquier época pero irremisiblemente unido a nuestro presente.

En marzo de 2015 un “explorador urbano” se colaba dentro del barco, en Génova, para grabar su interior antes de que fuese desguazado y desapareciese para siempre. Al mismo tiempo, el barco volvía a ser noticia al anunciarse que transportaba cocaína para la mafia calabresa . Sabemos que en los próximos años volveremos a oír hablar de él y de algunas de las personas implicadas en el caso, por unas circunstancias por otras. La del Costa Concordia es la tragedia que nos define a la perfección.

Fuente: www.revistavanityfair.es